domingo, 25 de noviembre de 2007

ciencias morales


Una vez por mes nos revisaban la cabeza en el colegio para evitar que se propagara la epidemia. Nos hacían formar fila en el patio y pasaba la enfermera a mirarnos uno por uno. Los que teníamos piojos volvíamos a casa con una nota en el cuaderno de comunicaciones, donde se les informaba a nuestros padres que padecíamos de la infección. A veces el escrito iba acompañado de una prueba fáctica que consistía en adjuntar un espécimen pegado con cinta scotch al final. Cada familia tenía su propio ritual de extirpación. En casa me ponían nopucid por un par de días, en los que me hacían lavar la cabeza con vinagre para que los restos cadavéricos aflojaran más fácilmente. Las liendres vivas eran marrones y más difíciles de sacar, pero valía la pena porque al apretarlas hacían plop! y se vaciaban. Las muertas eran de color blanco y era imposible extraer ninguna diversión de ellas. Los piojos se dividían en dos categorías: recién nacidos y vaquillonas. Yo prefería las vaquillonas porque eran más fáciles de agarrar y porque se podían ver con claridad. Era conveniente por las dudas ayudarse de superficies blancas. El papel higiénico era el mejor aliado. Al terminar la sesión la cabeza picaba más que nunca, no sé por qué. La semana siguiente a la pesquisa, en el aula flotaba un vaho a vinagre insoportable, mal disimulado con desodorante de ambiente.

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