Pasan las horas, los días y espero que me llame. Su demora no es todavía más que una entidad matemática, computable (miro el reloj muchas veces, chequeo la fecha de la última vez que nos vimos). Desencadeno la angustia de la espera. Vienen las presuposiciones: ¿y si perdió mi número? ¿y si no le di suficientes señales de que quería que me llame? Tato de recordar el último encuentro y los detalles de lo que pasó. Le dije que estaba con varias cosas en la cabeza, quizás pensó que era una indirecta. Le comenté también que el viernes iba a un recital, a lo mejor se juega y cae para verme ahí. ¿Qué hacer (angustia de conducta)? ¿Lo llamo yo? Sé perfectamente donde encontrarlo ¿Lo busco? No, si no me llama es porque no le intereso. Pero a lo mejor pasó algo, o tiene miedo o ... Con el tiempo puede que se olvide de mí, que conozca a otra, etc. Dirijo violentos reproches a su ausencia: “lo hace de guacho, sabe muy bien que...”.
Intento jugar a la que no espera, ocuparme de otras cosas: miro tele, hablo por teléfono (el de línea, no vaya a ser que justo me llame), me asomo al balcón a mirar a mis vecinos que comen o leen tranquilos (ellos no esperan). Lo alucino, la espera es un delirio. Entablo un diálogo imaginario: diría cosas brillantes, lo haría reír y todo. Cuando caigo en la realidad me siento abandonada y paso, en un instante, de la ausencia a la muerte. Explosión de duelo: tengo que olvidarlo, sacármelo de la cabeza. “Todo está terminado entre nosotros”. Mejor así, al fin y al cabo, no era ni tan lindo ni tan interesante. Seguro puedo conocer a alguien más copado. Después él va a verme con este otro y yo voy a estar más diosa que nunca y se va a arrepentir de no haberme llamado pero no le voy a dar bola. Sí, va a llegar ese momento en el que sea él el que sufra, el que esté en mi lugar: va a ser él el que espere.
inspirado en Fragmentos de un discurso amoroso, de Barthes
Intento jugar a la que no espera, ocuparme de otras cosas: miro tele, hablo por teléfono (el de línea, no vaya a ser que justo me llame), me asomo al balcón a mirar a mis vecinos que comen o leen tranquilos (ellos no esperan). Lo alucino, la espera es un delirio. Entablo un diálogo imaginario: diría cosas brillantes, lo haría reír y todo. Cuando caigo en la realidad me siento abandonada y paso, en un instante, de la ausencia a la muerte. Explosión de duelo: tengo que olvidarlo, sacármelo de la cabeza. “Todo está terminado entre nosotros”. Mejor así, al fin y al cabo, no era ni tan lindo ni tan interesante. Seguro puedo conocer a alguien más copado. Después él va a verme con este otro y yo voy a estar más diosa que nunca y se va a arrepentir de no haberme llamado pero no le voy a dar bola. Sí, va a llegar ese momento en el que sea él el que sufra, el que esté en mi lugar: va a ser él el que espere.
inspirado en Fragmentos de un discurso amoroso, de Barthes
3 comentarios:
La espera desespera.
Esperando me acabo de comer una bolsa de maní japonés, que me hace arder la lengua que me quemé hoy al mediodía comiendo un rollo tailandés.
Uy, sí, el tiempo en que se prolonga la espera es directamente proporcional a la ingesta. Ñam Ñam
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