Desde hacía tiempo le pasaba lo que le pasa a los chicos con los viejos pero a la inversa, le resultaban extraños, sus edades indescifrables, como si formaran parte de otra raza distinta. Cada vez que los veía jugando en la plaza los descubría siempre en su mundo cambiante y efímero, ingenuo también, como un conquistador que se encuentra de pronto frente a un grupo de indígenas semidesnudos. Eran la barbarie que él había ido exorcizando con los años para conformar su mundo de cultura y civilización. Él llevaba su propio cadáver adentro, era su propia tumba. Desde ese entonces, muchas cosas permanecían, por ejemplo, el miedo a la muerte. El tiempo la había aproximado sin mitigar el espanto, volviéndola aterradora como un auto que se acerca más y más mientras uno lo mira paralizado, en la mitad de la avenida, sin saber qué hacer. Envejecer, en cambio, había sido previsible. La panza, las canas, los dientes más amarillos, los dolores de espalda. Todo.
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