jueves, 11 de diciembre de 2008

tetas de bailarina


Siempre quise bailar y, según me dijeron, había algo de innato en eso. De chica sabía seguir un ritmo con bastante gracia y tenía buena elasticidad: podía abrirme de piernas y apoyar mi panza contra el piso. Además, mi cuerpo daba esa idea de desarrollo atlético, todavía hoy la da, por tener espalda grande, poca teta y mucha fibra. Así que mi vieja empezó a llevarme a Ferro, para lo cual había que tomarse dos bondis y viajar más de una hora. Lo sé porque ella todavía, cuando se acuerda, me lo recrimina. Antes de ir, me tiraba en el pelo con un rociador que usaba para regar las plantas en el balcón y, cuando lo tenía todo para atrás, lo anudaba lo más tirante que podía. Después me ponía algunos ganchitos para que no se deshiciera y me metía en un conjuntito negro de tela elastizada con mariposas verde flúor en una de las mangas. Me gustaba ir a las clases. Éramos doce chicas, todas de la misma edad. Algunas sabían más, pero yo podía abrirme de piernas y apoyar la panza contra el piso, el resto no, mucho menos la nena que tenía el brazo izquierdo corto, casi la mitad que el del derecho, al final del cual colgaba una mano todavía más chiquita, como la de un bebé. A ninguna de mis compañeras, que estaban acostumbradas a verla desde principio de año, les molestaba. A mí, debo admitir, me daba un poco de asco. Un día la profesora de danza nos hizo formar parejas para hacer un ejercicio y a mi me tocó con la del brazo corto. Fue raro. Sus deditos se movían sobre mi mano, parecían gusanos. A mi me impresionó tanto que, después de eso, no quise ir más.

Seguí practicando frente al espejo de casa, ponía el tocadiscos y bailaba, ya sin puntas de pie. Cuando a mi vieja se le pasó la calentura de que hubiera abandonado las clases de Ferro sin motivo aparente, me llevó a otro lugar de danza contemporánea. De todas formas no duré mucho, apenas un par de meses. Del lugar casi perdí registro, de no ser por unas fotos que me sacaron en el teatro el día de la presentación. Tenía un top color crema con un pantalón haciendo juego. En el momento del saludo final, inmortalizado por la foto, levanté los brazos y el top se me subió hasta el cuello. No volví a pisar una sala hasta bastante más grande, cuando empecé danza jazz. Ya estaba en la facultad y había perdido una parte considerable, si no toda, de mi elasticidad. También el ritmo. La adolescencia me dio más centímetros a lo alto de los que supe manejar y mi cuerpo quedó fijado en una posición eternamente desgarbada, con los brazos a los costados, persiguiendo los acordes, sin saber muy bien qué hacer. Fui durante todo el año, a pesar de que me daba vergüenza ser la única que superaba los veinte años. Estaba en desventaja en todos los aspectos, excepto por la altura, que al final me jugó bastante en contra. En el acto de presentación me tuve que poner una maya que no estaba hecha para mis dimensiones y me quedaba tirante. El elástico de abajo se me clavaba y las tiras de arriba amenazaban con dejar mis pezones al descubierto. Me lo probé en el vestidor minutos antes de salir y no lo podía creer. Era obvio que me iba a pasar de nuevo, al momento de los saludos, levantaría los brazos y quedarían expuestos ambos pezones, flotando en una espalda demasiado grande, demasiado lisa, como manchas de humedad adheridas a la pared de mi cuerpo. Por suerte esa vez no invité a nadie, por lo que las fotos al descubierto estarán guardadas en álbumes que, al menos esta vez, no son de gente que conozco. Claramente dejé de ir después de eso, más bien enojada por el entangado que otra cosa porque, a esta altura, que se me vean las tetas en una muestra de baile no me parece tan terrible. Sobre todo pensando que eso, junto con mi espalda y la parte de mi cuerpo que fue menos afectada por la ley de gravedad, son lo que más me asemejan a una bailarina.

Este año, una vez más, quise probar suerte, y le llegó el turno a la danza afrocubana. Aprendí a bailar Palo, moviendo los hombros y dando pasos secos, cortados. Me costaba porque había que estar siempre con las rodillas flexionadas, como cayéndose hacia el suelo. Yo que siempre tuve el trauma de ser demasiado encorvada, acentuar eso me parecía ridículo. Todo el tiempo la profesora remarcaba que tenía que acercarme más al piso, ir en esa dirección. Nunca supe si se estaba burlando de mí o qué. Igual hasta ahí todo bien: el problema empezó cuando un día nos propuso exponer lo que habíamos aprendido. Yo hacía dos meses que estaba y, la verdad, no había aprendido nada. Me entró pánico. Me movía como un mono y eso, pasada cierta edad, deja de ser tierno para volverse grotesco. Cada vez que iba a la clase, tenía que comerme quince minutos de que hablaran del salón, de la música y de la ropa que teníamos que ponernos. Yo me quedaba en mi rincón, elongando, tratando de recuperar el tiempo perdido, haciéndome la boluda. Ahí empezó la cuenta regresiva. Faltaban tres semanas para la muestra, lo que me daba menos de dos semanas para inventar una excusa y desaparecer. Al final me decidí: dije que me iba de viaje a Chaco, lo cual era cierto, pero cambié las fechas y estiré mi estadía para que no hubiera forma de poder participar. La profesora me miró seria y asintió con la cabeza. Mañana es la muestra y, supuestamente, yo todavía sigo en Chaco.

5 comentarios:

sushi punk dijo...

genial sol! me encantó, buen ritmo.

y no vayas; q se jodan.

Anónimo dijo...

demasiado largo para un blog

sol dijo...

demasiado estúpido para un comment

Anónimo dijo...

uyyyy no me digas eso, que en unos días tengo muestra de acrobacia y me da miedo.

Santiago Maisonnave dijo...

Buenísimo.